Juan Francisco Casas
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12/06/2008
'LUCES Y SOMBRAS, FOTOS Y RISAS' por VÍCTOR ZARZA (crítico de ABC Cultural)

 

“La totalidad de la juventud puede construirse alrededor de una sola imagen, de una  única frase en una canción. Es el mundo completo concentrado en un punto complejo, que se carga de cuestión, que interpela al sistema en su totalidad”
José Luis Brea

 

El modelo fotográfico
Al ser incapaz de encontrar algún motivo en su entorno (social, político, cultural) con el cual identificarse, digno, digámoslo así, de ser pintado –considerando esta cuestión desde una perspectiva ética-, Gerhard Richter dirigió su atención hacia la imagen fotográfica. No buscaba en ella la fuente documental de la que los pintores, desde el siglo XIX, se han venido sirviendo de manera habitual para obtener información acerca del aspecto de la realidad , sino un modelo que, sin abandonar los presupuestos de la representación (interesadamente, como enseguida tendré ocasión de señalar), le permitiese llevar a cabo un ejercicio pictórico desprovisto de cualquier atisbo de expresividad o carga emocional inoportuna. Una de las señas de identidad de esa parte de su producción que denominaríamos –si bien de forma un tanto problemática- como figurativa, se caracteriza por un ligero desenfoque que pretende delatar la mediación del dispositivo fotográfico; no es necesario haber conocido previamente la fotografía en cuestión de la cual se sirvió en cada caso para tener la certeza de que lo que Richter nos muestra es la imagen fotográfica de algo y no la representación directa, inmediata, de ese algo que, sin embargo, todavía es posible identificar . Debido a esa contaminación o ruido visuales, ajenos a nuestra percepción natural (desenfoque es un término –y efecto- propio de la fotografía), el medio se hace visible, alcanzando así una notable carga connotativa que, en principio, parece dirigida contra la línea de flotación de aquellas convenciones por las que se había venido rigiendo la representación pictórica.   
Toda fotografía, por insustancial u objetiva que nos parezca, es el producto de la conjunción de una serie de factores de diversa índole, que incluyen desde la sensibilidad y el criterio de quien se sitúa detrás del objetivo hasta las características técnicas de la cámara que la realiza, los cuales modelan esa imagen que nos proporciona de la realidad . Nadie, a estas alturas, confía ya en su neutralidad, en su inocencia. Pero no voy a entrar ahora ni a cuestionar su alcance ontológico, ni a extenderme en una profusa relación de los innumerables recursos de manipulación que ofrece (la tecnología digital ha ampliado esta oferta de manera espectacular, tanto en términos cualitativos como cuantitativos, al hacerla asequible a un gran número de usuarios, incluso no profesionales), para denunciar por enésima vez su naturaleza convencional, ficticia , ya que es precisamente esta cualidad la que se revela como de mayor interés a la hora de plantear una aproximación medianamente oportuna a la obra de Juan Francisco Casas.
Al contemplar el trabajo de este joven artista, enseguida advertimos que su modelo directo no han sido los individuos, amigos y colegas, novias y demás presencias ocasionales, que aparecen en sus cuadros y dibujos -siempre en actitudes graciosas o descaradas, en situaciones hilarantes o divertidas, todas enmarcables dentro de la más estricta banalidad- sino las instantáneas que de ellos tiene por costumbre realizar; según propia confesión, siempre va acompañado de una cámara. Su aproximación al entorno es, por tanto, mediada; lo reconoce, con fines artísticos –y quién sabe si también existenciales-, a través de la sensibilidad fotográfica. Esta interpretación de la realidad cotidiana es la que ha decidido imprimir en su obra, pero buscando o aprovechando algo más que la simple información puntual que la fotografía le ofrece; no se trata sólo –acaso cabría decir mejor ni siquiera- de facilitar una tarea de análisis y observación, más bien de incorporar unos códigos visuales que, por sernos fácilmente reconocibles , le proporcionan un soporte icónico muy pertinente para el carácter de sus imágenes. Un modelo de dicción que adquiere así el rango de ambiental, determinando el tono de la obra y, en consecuencia, su estilo, su manera de pintar y dibujar e incluso el procedimiento empleado, como más adelante comentaremos.

 

La cámara oscura

En su última exposición individual en la galería Fernando Pradilla, recuerdo haber visto una serie de dibujos que estaba alineada en el pasillo que da acceso a la sala interior, compuesta por varias imágenes en las que aparecen chicos y chicas con una cámara entre las manos, en actitud de fotografiar a quien, a su vez, les estaba fotografiando . Un retruécano visual nada contingente que es posible tomar como síntoma de la transacción que el artista establece entre él mismo y su entorno; juego especular, rebotador, entramado en el que sujeto y objeto se identifican (por mor, además, de  una complicidad anímica, presencial, que enseguida se pone de manifiesto) atrapando en su maraña al espectador, que pasa de mirar a ser mirado: éste se incorpora vicarialmente (desde el lugar del artista) a la fiesta, a la broma, a la escena íntima, y acaba presintiéndose objeto del objetivo que le apunta. Todos los gestos, burlas y muecas parecen, pues, dirigidos a él, ahora testigo de unas situaciones que se revelan a golpe –nunca mejor dicho- de flash, en clave onomatopéyica .
Como medio auxiliar para la captura de una imagen, el flash  puntualiza el objeto (lo apunta) al tiempo que lo hace visible y, en consecuencia, fotografiable. Pero para obtener este beneficio, debido a su propia naturaleza de luz artificiosa y sucedánea, la definición de dicho objeto pierde propiedades, matices, calidades; lo que, traducido a términos ontológicos, significa realidad. Tal economía de datos, esta sustracción en la modulación del claroscuro, este contraste elemental que desvela al tiempo que oculta (imagen construida a costa de sacrificios perceptivos), aplana los volúmenes, convierte en imagen cierta, incuestionable, lo que en unas condiciones lumínicas naturales percibiríamos con un mayor grado de analogía (fiel retrato de lo retratado). La obtenida mediante el flash constituye el momento más fotográfico (por su carácter irrenunciable e inequívoco) de una imagen (no exclusivamente fotográfica, como sabemos después de ver la obra, entre otros, de Juan Francisco Casas, quien, desde la pintura, asume este traspaso retórico ); por tanto, el más ficticio y, asimismo, con altas posibilidades performativas desde su misma idiosincrasia y no porque se utilice en este caso como herramienta de registro o documentación de algo, sino porque ejerce de medio en el cual tiene lugar o se resuelve la escena. En los cuadros y dibujos de Casas, queda meridianamente claro que los personajes actúan para la cámara; ante su reclamo, ante su presencia, ellos mismos devienen presencia: éste y no otro es el pacto entre el artista y sus colegas.

 

El estilo invisible

Si Gerhard Richter había optado por emplear la fotografía como coartada para ahuyentar una subjetividad indeseada (trasladando así la realidad a un segundo plano, hiperbáticamente, convirtiéndola en un reflejo de segunda generación) Casas, por su parte, mucho más irónico y desenfadado que el alemán y, por supuesto, menos programático, ha cifrado en la definición que aquella le ofrece toda la temperatura expresiva que, a nivel de tratamiento, puede o quiere permitirse. Su realismo se deriva, precisamente, de esta decisión. Ni corrige ni altera la oferta fotográfica. Su pintura es un ejercicio claro de reproducción, de camuflaje retórico, como así lo constata su estilo; un estilo inaparente, que precisa de la invisibilidad para resultar efectivo. Viendo sus cuadros advertimos que las calidades pictóricas son mínimas, formularias, planas, escuetamente nominales . No hay un tratamiento pictórico que se sobreponga a la mera función representativa; ni una huella, ni un gesto, ni una carga o énfasis matérico que denuncie algo más que la pertinaz constancia de la instantánea. 
Podría afirmarse que Juan Francisco Casas fotografía cuando pinta, pero sólo si tenemos en cuenta que su trabajo lo comienza con la cámara en la mano; es decir, que la suya no es la obra de alguien que simplemente copia, ya que sus pinturas y dibujos están realizados con absoluta premeditación. Una operación deliberada que arranca desde el momento en el que sale a buscar las fotos (o a provocarlas) y que alcanza, de modo todavía más determinante, hasta aquel otro en el cual lleva a cabo su trabajo en el estudio, al trasladar las imágenes fotográficas al lienzo o al papel; todo ello motivado por una decisión que, apoyándome en las palabras del propio artista, no dudaré en calificar de irónica.  
La atingencia con el referente fotográfico que encontramos en la obra de Casas nos lleva, en primera instancia, a valorar el carácter de sus composiciones, así como la técnica empleada por él, y, después, a realizar esa pregunta que siempre es costumbre formular ante una obra que encuadraríamos sin dudar dentro del llamado hiperrealismo: ¿por qué o para qué reproducir lo que ya se nos da en la fotografía?...
Sabemos que su estilo se deriva de los intereses fotográficos –vamos a llamarlos así- del artista. Es funcional, su lenguaje es simple y llanamente enunciativo. No da más –ni quiere hacerlo- que lo que hay en las fotos, que lo que en éstas ya había quedado dicho. Para ello, la ductilidad propia de un medio como el óleo sirve muy bien a sus pretensiones, al permitirle la resolución necesaria para sugerir esa fluidez (en la evocación de las apariencias de lo real) que es característica de este tipo de representaciones . Algo más peculiar e inaudito (en un principio, pues enseguida advertimos que es una decisión de lo más pertinente) resulta la utilización del bolígrafo Bic para la realización de sus dibujos; una herramienta completamente ajena a los procedimientos artísticos, que maneja con envidiable habilidad, y que, de nuevo, vuelve a remitirnos a ese mundo juvenil del que su obra participa. Una parte sustancial de esta remisión se la debemos al hecho de que la tinta sea de color azul -y no negra, como cabría esperar, según nos indica una larga tradición gráfica-, el color del bolígrafo que habitualmente asociamos a la escritura y, de manera muy particular, al ámbito de la enseñanza, consiguiendo así una implicación, una sintonía entre el mensaje y el medio empleado que hace emerger una sugerente carga connotativa , en el sentido señalado, que él instrumentaliza a su favor.

 

Creando ambiente

Lo mismo sucede, desde un punto de vista formal, tanto con el tamaño de sus composiciones como con la fragmentación de las escenas que en ellas se representan –con el correspondiente desorden estructural y perceptivo que toda sustracción visual y modificación de las proporciones suponen-, factores ambos que evidencian, una vez más, las intenciones ambientales del artista. La escala, bien lo sabemos, constituye un recurso enfático y, en su caso, las grandes dimensiones de muchos de sus trabajos le sirven precisamente para acentuar –o sobredimensionar, nunca mejor dicho- el carácter banal de lo que aparece en sus obras , que, en su caso, son siempre fragmentos (otra alusión a lo fotográfico, esta vez por vía del encuadre), escenas en riguroso primer plano vistas de manera incompleta, lo cual nos lleva a percibirlas de forma virtualmente muy próxima, generando así una vívida sensación de injerencia o participación en el espectador, con lo que consigue activar la dimensión performativa, ya  señalada, del juego que plantea. 
No quiero finalizar estas líneas sin aludir a ese aspecto de la obra de Juan Francisco Casas que, para muchos, resulta más atractivo –más convincente-, como es el virtuosismo técnico del que hace gala, ahorrándome el hacer distinción alguna o matización entre opiniones especializadas y profanas, ya que, en esta ocasión, coinciden. Una cualidad ésta escasamente valorada por buena parte de la crítica y la teoría del arte contemporáneas, más atentas, como sabemos, a los presupuestos conceptuales que a las calidades de su resolución material (entendidas tales calidades desde la especialización que suponían las diferentes disciplinas artísticas), y que, sin embargo, en el caso de este artista se revela como uno de los principales argumentos de su discurso. Lejos de presentársenos como la prueba definitiva de su aptitud –y sólo como simple aptitud- constituye la clave dialéctica de un planteamiento que se desliza, con gran desenvoltura, por los pliegues de esa lógica de lo real con cuya textura tan familiarizados estamos. Todo, para llevarnos a su terreno, es decir, para certificar lo bien que se lo pasa con sus amigos, ligues y demás personal con el cual se junta, mientras logra convencernos, una vez más, de que la banalidad (algo más que lo cotidiano, ese resto que nos ha legado la liquidación de les grands récits) es acaso el más concluyente santo y seña de nuestra época, sólo inteligible a partir de múltiples microrrelatos.
Portentoso, brillante en su coherencia e intachable en su desparpajo, Juan Francisco Casas es, sin ninguna duda, un hábil seductor.

 

Víctor Zarza



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